
DIEGO MONTOTO (Madrid, 1981)
A lo largo de mi vida ha habido momentos puntuales y casi puedo decir que importantes, en los cuales algunas personas, sobre todo familiares, me han obsequiado con alguno de sus álbumes fetiche que hasta ese instante habían guardado recelosos dentro de una vitrina de cristal, y de manera un tanto ceremoniosa me pasaron así el testigo; una y otra vez. De esa manera pude escuchar a Jimmy Hendrix, a Marvin Gaye, J. J. Cale, Dire Straits, y cómo no a los bienlogrados Stones.
Recuerdo bien estar en la cama padeciendo alguna clase de fiebre africana, y entrar en un trance que bien hubiera necesitado de las divinas dotes del padre Karras, gritando al son del Never Mind de Nirvana que ya apenas era audible en mitad de semejante aquelarre. Y a causa de aquellos gritos algo despertó dentro de mi, y también algún vecino muy católico ávido de queja e indignación. Lo siguiente que recuerdo es perder el interés por todo lo que no fuera coger una guitarra y cantar en los alrededores del colegio, practicando el por entonces no tan polémico botellón.
Hay en todos nosotros particularidades que nos definen y nos hacen diferentes los unos de los otros; pueden reconocerse incluso a través de fotos de la niñez, en las que no pasa inadvertido ese germen, ese brillo de personalidad que se va mostrando después en la etapa juvenil y después adulta. Lo mío siempre fue la obsesión. Perder la cabeza completamente con el juguete de turno que cayera en mis manos, ya fuera un monopatín, un videojuego, o una guitarra. Aún soy así. Y rompí algunos monopatines, averigüé cómo terminaban muchas aventuras gráficas, y pedí al cielo tener una guitarra como la de Keith Richards. Transformé de manera artesanal, si así puedo llamarlo, una guitarra española en una guitarra acústica que podía enchufarse a unos altavoces, para sentir algo parecido a lo que debía sentir Brian May delante de aquellas insultantes filas, y columnas de amplificadores Vox.
Componer canciones vino de manera natural. Me gustaba grabarme e ir creando capas. Sí, yo también ponía un radio cassette reproduciendo lo que recién había grabado y pulsaba el botón de rec en otro radio cassette al lado para añadir otra guitarra, el bajo, y muchos, muchos coros. Como puede uno imaginarse al cabo de cuatro o cinco procesos la cinta tenía un ruido que puede compararse con las célebres psicofonías del palacio de Linares, aunque hoy incluso siento nostalgia y ternura del cuidado con que hacía todo aquello.
Y de pronto el escenario. Se experimenta el mismo fenómeno que al mirar cualquier objeto debajo del agua; todo parece más grande, y más aterrador si cabe. No podía creer cómo podían temblarme de esa manera los dedos al ponerlos sobre el trastero de la guitarra. ¿Era esto normal?
La ilusión de que algún día mis canciones fueran conocidas me llevó a una primera aventura discográfica (De regreso a mi planeta, EMI Virgin 2006) que exprimí lo que pude, aprendiendo algunas cosas. Conocí a personas que hoy son grandes amigos míos, supe de las discordancias entre industria musical y músicos, discutí sobre los particulares mecanismos que hacen que un disco llegue a la gente o no llegue en absoluto, y edifiqué sobre todo esto una manera de ver cuál es el papel del artista en este juego. Lo expongo sin reservas; expresarse de manera personal y honesta, buscar la belleza y desarrollar un lenguaje propio como artista, y quizás, con suerte, poder inspirar a otros que transitarán un camino análogo al nuestro algunos años después.
En la actualidad completo este círculo inspiracional cada día cantándole a mi hijo aquellas canciones que edificaron el alma de mi guitarra cuando aún era madera de una selva completamente virgen.